2010/08/27

Tan callando...

Hace no mucho murió mi abuela materna. Mentiría si dijese que recuerdo la fecha exacta, pero hará cosa de meses, y no demasiados. Por aquel entonces, además del funeral y demás, mi madre, por su cuenta, quiso organizar una misa para mi abuela, a la que sólo asistiríamos mis padres, mi hermano y yo. Se celebró en el convento de las monjas trinitarias, enfrente de mi librería, y la oficiaron dos sacerdores, hermanos gemelos, que además vivían en el mismo edificio de la tienda y a los que por tanto solíamos saludar de vez en cuando. Uno era más callado que el otro, pero nunca supimos realmente cuál era cual. Sin embargo, apenas unos meses después de esa misa, ya no tendremos problemas en distinguirlos, puesto que uno de ellos ha fallecido.

Hace unos días, uno de los curas me dijo que su hermano estaba en el hospital. Hoy, otra vecina me ha llamado para confirmar que efectivamente ha muerto. Cuando me he parado a pensar que ese mismo hombre, meses atrás, celebraba una misa dedicada a mi abuela, me ha entrado una especie de escalofrío, seguido de una profunda sensación de escepticismo vital. ¿Quién le iba a decir a ese señor, que entonces elevaba plegarias por mi abuela fallecida, que apenas un tiempo después la seguiría en el camino? Y por consiguiente: ¿quién está a salvo de las garras de la muerte? Porque estos hermanos no eran ni mucho menos ancianos, más bien mayores, pero no más.

Vivimos en unos tiempos donde la muerte se destierra y quien anda cerca, esto es la tercera edad, se ignora y casi aparta. Y sin embargo, todos seremos viejos y, después, todos moriremos. Tratamos de vivir dando la espalda a la verdad más incuestionable, al único destino real de todos, a la evidencia más certera. Curioso. Esto ha degenerado en una sociedad autoindulgente que rinde culto a las sensaciones y se aferra a la vida como una sanguijuela chupando sangre, hasta que podrida y negra cae por su propio peso. Esto, en fin, ha apartado cualquier atisbo espiritual, cualquier aspiración metafísica, cualquier manifestación teológica, hasta que la masa, por la propia naturaleza humana, ha decidido rendir culto a sus propios dioses mundanos. Y sin embargo, la realidad inexorable de la muerte está ahí, al acecho y, como decía Jorge Manrique, se acerca "tan callando". El individuo mal parido por esta sociedad mercantilista de diseño siquiera se atreve a mirarla de frente y la rehuye aterrorizado, maldice y vilipendia todo lo que le recuerda que no es el centro del universo, trata de succionar el jugo vital hasta los huesos, consciente sin embargo, en lo hondo de su ser, de que nunca podrá ganar esa carrera y por tanto, educado como ha sido y descreído como es, desesperanzado en fin... y desesperado. Y estos hacen mucho daño, porque en su pataleta tratan de arrastrar a todos los que puedan a su causa, prometiéndoles rico tuétano que roer, como el enfermo que se consuela al ver que otros comparten sus dolencias.

Ese hombre, el cura gemelo, ya no existe en este mundo. Se ha ido, igual que se han ido incontables millones antes que él e igual que se irán otros tantos, entre ellos nosotros. Conviene no olvidarlo.