2011/11/20

Derechos, vida y muerte

Llevaba un tiempecillo sin escribir, pero la conversación que he tenido recientemente con un buen amigo, unida a una terrible visión que me venía sobrevolando desde hace días, me han animado a ponerme con ello. Hay muchos temas sobre los que teorizar, desde los más frívolos hasta los más trascendentales; algunos se olvidan o no llegan a tomar forma, otros quedarán en este blog como testigos de lo que una vez pensamos.

Quisiera detenerme en la palabra que he empleado, trascendental, que en la RAE se define, entre otras cosas, como "que es de mucha importancia o gravedad, por sus probables consecuencias". Voy a arrancar ya y tratar de concretar lo mejor posible cuanto pienso, temo y espero de esta nueva corriente de los "derechos" tan de moda.

Los derechos como (aún) los entendemos hoy en día, es decir universales y comunes a todos los hombres, tienen su origen en la Revolución Francesa del siglo XVIII. Los mismos nacían ante la premisa "liberté, égalité, fraternité", que en castellano es libertad, igualdad y fraternidad; bajo este lema y sobre los cimientos de las sociedades cristianas, surgía el concepto del Estado moderno y su ciudadanía, las democracias tal y como las entendemos y, posteriormente, la Declaración Universal de Derechos Humanos, actualmente bajo el auspicio de Naciones Unidas. Dicha declaración viene a ser un sello de distinción para países civilizados, que por desgracia y viendo el mapamundi no son tantos como cabría esperar.

Eso son los derechos propiamente dichos. Sin embargo, cada vez más, vemos cómo se abusa del concepto para extenderlo a toda una suerte de propuestas, alternativas e incluso ocurrencias, unas buenas pero otras no tanto. A menudo, la idea de que uno es libre de hacer algo se confunde con que tiene el derecho a hacer algo, pero son conceptos distintos de base: la libertad es una potestad personal que suele terminar donde empieza la del resto, siempre y cuando no existan otros mecanismos que la coharten, mientras que los derechos van unidos irrevocablemente a las obligaciones, entendidos como garantías y deberes, y definen un aspecto concreto que va de A a B. Los derechos evidentemente incluyen el concepto de libertad de, pero también de limitación con respecto a, y son comunes (o deberían serlo) a todas las personas independientemente de la vida que decidan llevar. En definitiva: yo soy libre de comprarme un ordenador, pero no tengo el derecho a comprarme un ordenador. No es lo mismo.

Quien haya leído algunos de mis post en este blog de un tiempo a esta parte, sabe que vengo siendo muy crítico con la deriva social en que vivimos y de la que somos testigos a diario. Los individuos, cada vez más desprovistos de valores y referencias sólidas, y no digamos ya de creencias, son cuidadosamente adoctrinados y, al final, explotados sin piedad por el sistema: crecidos muchas veces en familias desvirtuadas, formados en escuelas donde no se enseña nada, bombardeados por la telebasura... No es de extrañar que las personas hayan perdido parte de su espíritu crítico y dignidad personal, cualidades que, aunque inherentes al ser humano, pasan a un segundísimo plano para confeccionar una progenie de consumidores caprichosos, laxos, autoindulgentes, sin demasiada noción de la responsabilidad propia, el sentido del honor, la lealtad y tantas otras cosas denostadas en nuestro tiempo. En lugar de eso, un Estado aparentemente benévolo concede caprichos a sus obejas en forma de derechos exóticos, para que se olviden de que viven sin casa, sin estabilidad, sin familia, sin futuro y sin alternativas, trabajando explotados como un engranaje más de la maquinaria mercantilista. Aparentemente todo tiene solución, no hay consecuencias a nuestros actos y, si se entiende mi discurso, la gente embrutecida abraza esta doctrina, despojada ya de su propia humanidad y reducida a poco más que animales pensantes concienzudamente pastoreados. Y esto es una realidad: no hace falta prohibir nada si las personas han perdido su capacidad de decidir, éste es el gran descubrimiento de los nuevos poderosos... porque siempre hay quien está por encima. El "sistema" disfraza de concesiones el camino que quiere marcar, lo cual no viene a ser otra cosa que lo vulgarmente conocido como políticamente correcto: así, sorprendentemente, han descubierto -como no creo que hubieran anticipado ni en sus mejores sueños- que la plebe asiente cuando le dicen que algo es malo, o bueno, y obedece mansamente a los designios de sus amos; y si alguien se sale del camino marcado, lo señalan y acusan como en esa gran película que es La Invasión de los Ultracuerpos. Nos sorprendemos de que la gente se haya vuelto fría, de que las relaciones laborales sean tan egoístas, de que nadie ayude a nadie, de que vivamos bajo el lema de tonto el último, pero esa sorpresa es precisamente la mejor prueba de la poca visión que se tiene del conjunto y de hasta qué punto la sociedad vive mediatizada.


Volviendo a la conversación con mi amigo, me decía que en los últimos años se ha avanzado mucho en lo que respecta a los derechos sociales y yo le respondía que, cuanto menos, merecería la pena pararse a debatir sobre ello. Es una respuesta arriesgada, porque simplemente cuestionar que una pareja homosexual pueda adoptar a un niño, por poner un ejemplo, es anatema, políticamente incorrecto, se sale del camino marcado y, por supuesto, aparentemente es restrictivo, reaccionario, anticuado: inmediatamente surge el fantasma del dogmatismo teledirigido y una de las partes se posiciona como "el bueno" y la otra como "el malo", y casi nadie se libra de esa sensación nefasta, que no es sino la censura de la libre opinión bajo el control de lo que vendría a ser la policía del pensamiento. Así, toda la vida se ha aceptado que una pareja joven tenga prioridad sobre una entrada en años, o sobre una persona soltera, a la hora de adoptar, porque indudablemente se asemeja más a lo que sería la familia natural del futuro hijo. Pero si la pareja es gay... a ver qué vas a decir, que saltan los ultracuerpos. No lo digo por mi amigo, que al menos entendió mi razonamiento y supo escucharme, pero no deja de ser sorprendente como algunas ideas se censuran a priori. ¿Y sabe el lector cuál es el problema de fondo? Que, aunque dé miedo pensarlo, el niño, teóricamente protegido por las leyes, pasa a un segundo plano y lo hace por débil, vulnerable y necesitado. No es así formalmente, por supuesto, porque estas cosas nunca se dicen de frente, pero es la tendencia creciente, cuidadosamente disfrazada, si se entiende cuanto vengo diciendo.

Voy a pararme de hecho sobre el concepto de vulnerabilidad y dejar aquí una reflexión. Cuando la medicina llegó a un nivel de desarrollo que permitía la interrupción voluntaria del embarazo, eufemismo para definir el aborto, no tardaron en aparecer las primeras cabezas defensoras de esta opción; en aquel momento, más o menos a mediados del siglo XX, los proabortistas eran personas muy valientes, que defendían algo visto como una barbaridad por el conjunto de la sociedad. Bernard Nathanson, el llamado rey del aborto y ahora dedicado a dar charlas antiabortistas, fue uno de los pioneros en EEUU; como otros médicos en su situación, fue testigo de la angustia y el sufrimiento, y en algún caso hasta la muerte, que un embarazo no deseado podía suponer para la mujer. Se dio cuenta de que algo fallaba y empezó su particular cruzada, encontrando no poca oposición, para que el aborto fuera despenalizado en determinados supuestos. Esta tendencia se expandió a otros países, entre ellos España mucho más tarde, donde una mujer tenía la opción de abortar si su embarazo le iba a suponer un trauma psícológico o físico. Pero el fondo siempre estuvo claro: una sociedad avanzada debería garantizar la protección de los más débiles y esto empezaría por el derecho básico a la propia vida; el aborto se reservaba para casos en que la madre, como persona adulta y desarrollada, vería su vida severamente truncada a causa de un embarazo, es decir, el concepto de mal menor. Así es como empezó... ¿Y cómo ha acabado? Pues parece ser que, en esa batería de "derechos sociales", se ha incluido el derecho a abortar, con dos cojones. De este modo la gente puede hacer algo más sin consecuencias, sin afrontar el resultado de sus propios errores, ¡y las ovejas tan felices! El feto, acaso la criatura más vulnerable, no tiene voz ni voto, virtualmente no existe a efectos legales, ni como humano, ni protohumano ni siquiera animal, es menos que un perro... ya no es nada. Dicho de otra forma: como la anterior ley era un coladero, pues en vez de velar por que se cumpla, cambiémosla para adaptarla a la realidad social y aumentar así la lista de caprichos generosamente otorgados por el Estado, derribando un poco más las conciencias de los hombres. La opción pasa a ser un derecho y yo me pregunto... ¿a dónde puede conducir esto?


Ahora voy a hablar un poco de sociología ficción. Partamos de la premisa anterior y pensemos en la eutanasia, tan peligrosamente de moda. Pobrecito el de la película Mar Adentro, ¿cómo no va a tener derecho a que le den veneno para acabar con su sufrimiento? Es un hombre que, en plena posesión de sus facultades, ¡no quiere vivir! Si pudiera se suicidaría, ¿entonces no es inhumano dejarle a su suerte, padeciendo durante años en una lenta agonía? Ya tenemos el germen sembrado: empezaría con el testamento vital, cuando una persona lo pidiera formalmente, en casos de coma irreversible, etc... ¿pero dónde podría acabar? Se entendería que matar a alguien es algo justificable sólo en determinados supuestos, para evitar un mal mayor, y se haría una ley en consecuencia. Pasarían los años, la gente se iría acostumbrando, aparecerían los primeros centros privados para la eliminación del sufrimiento, empezarían a brotar toda clase de eufemismos (empezando por muerte digna)... Conclusión: el abuelito de 90 años gaga sufre mucho, pobrecillo, seguro que prefiere morir, no puede ya ni hablar, es inhumano mantenerlo con vida en estas condiciones, él no hubiera querido ser una carga... inyección. ¡Pero si ya se ha hecho en algunas residencias! Sólo que ahora la ley lo persigue, pero no me resulta tan raro imaginar un futuro donde los cuidadores a cargo de gente vulnerable tuvieran el nuevo y pintoresco derecho a decidir cuándo ya no quisieran ocuparse más de ellos... y al hoyo. Lo empezamos a ver en la actualidad con la vejez denostada, ya no representante de la sabiduría y experiencia, sino del atraso, de lo que ya no sirve y es un lastre...


Quien piense que este marco es imposible y se me ha pirado totalmente, debería pararse a reflexionar sobre lo que decía del aborto, sobre lo que fue y lo que ha acabado siendo: un puñetero derecho, con todas las palabras, en lo que supone una patada en los cojones a todo sentido común más allá de los dictados de lo políticamente correcto y la nula capacidad de la sociedad adoctrinada para distinguir ya entre el bien y el mal, que han pasado a ser conceptos relativos. Y así los derechos universales, los de los padres de la patria, se confunden y diluyen en una amalgama fruto de los caprichos de unos, de las apetencias de otros, bajo el lema del todo vale. Una persona sensata te dirá que abortar siempre es una decisión difícil, que nadie quiere verse en la tesitura de practicar una eutanasia, pero si se viene entendiendo todo lo que escribo, es decir, que la gente carece de criterios y rechaza voluntariamente sus responsabilidades, ¿qué puede esperarse en este sentido? Una mentira repetida mil veces acaba siendo verdad y los mismos que se llenan la boca de ciencia para lo que interesa, miran en otra dirección cuando la medicina ha demostrado sobradamente que el feto es un ser humano en gestación con actividad propia... Sí, es jodido enfrentarse a la realidad, afrontar los errores, es más fácil que te digan que no pasa nada, pero por el camino perdemos nuestra humanidad y todo lo que nos hace grandes mientras desechamos a nuestros propios hijos o, quien sabe, les ponen una inyección a quienes ya estorban. Por eso estamos como estamos y por eso estaremos, previsiblemente, como estaremos.

En definitiva que, como decía, estos derechos tan ocurrentes y concedidos a la carta, cuanto menos, merecen una reflexión, especialmente cuando atañen a la propia vida... o la muerte. Para mi progreso no es hablar de muertes dignas, sedaciones o compasión misericordiosa para justificar que los débiles, en vez de la solidaridad de los autómatas, sólo encuentre la calma de la dulce muerte. Para mi progreso no es abortar en razón de 100.000 al año mientras regalan condones al parecer inútiles a niñas, o les enseñan a chuparla en el mismo colegio donde, eso sí, es mandatorio quitar los crucifijos... Y es que no se trata de otra cosa que de sustituir los viejos dogmas por los nuevos, que además son relativos en función de cuándo o cómo favorecen a quienes mueven los hilos. No. Para mi progreso es que una madre se sienta apoyada, que reciba ayudas, información, alternativas, que las personas necesitadas se sientan queridas y útiles, que haya un poco más de amor y menos utilitarismo; y si aún así una mujer se ve en una situación tan desesperada como para querer abortar, o una persona agonizante desea fervientemente abandonar este mundo, sí, creo que deben existir los mecanismos que les permitan hacerlo en las mejores condiciones. Jamás he defendido que deba prohibirse, es lo que pienso y no lo digo por resultar más ecuánime. No creo que nadie pueda decirle a Chantal Sébire, por ejemplo, lo que debe hacer con su vida; pero siempre bajo el marco legal y sin perder el hilo de lo que significa, nunca, porque son temas, como decía al principio, trascendentales. Definitivamente no veo nada de ello en estos pseudo-derechos tan en boga, que algunos consideran avances sociales mientras se nos recuerda que las hamburguesas tienen mucho colesterol. Gracias por haberme leído si has llegado hasta aquí, lector, y espero que mis reflexiones puedan servirte si lo consideras oportuno y que no te ofendan si se salen del guión preestablecido.